miércoles, 22 de diciembre de 2010

Parte3/4-Aprender a educar sin gritos ni castigos

Al contrario de lo que preocupa a tantos padres, los niños distinguen bien entre el apoyo a una necesidad emocional y el cheque en blanco a la destrucción. No van a volverse destructivos ni a despreciar las propiedades de valor. Todo lo contrario. Si pueden expresar sus necesidades con libertad y de forma segura, les permitiremos ser pacíficos y respetuosos con las posesiones que nos importan, y tendrán clara la distinción entre lo que se puede romper y lo que no. Nuestros miedos no solo son infundados, sino que además entorpecen nuestra capacidad de dar apoyo a los niños.

Responder a las causas
Cuando los niños se comportan peor es cuando más necesitan nuestro amor. El verdadero impulso destructivo es aquel que es peligroso o demasiado difícil de reparar. En estos casos, habría que ofrecer una guía y una atención especial al verdadero origen del problema. La verdadera agresión significa un gran dolor y una necesidad. Un niño necesita saber que expresar rabia con palabras, lágrimas, gritos o formas no dañinas de agresividad está bien, pero hacer daño a los demás o destruir cosas es absolutamente inaceptable y es preciso detenerlo clara y rápidamente. El niño que está fuera de control, con rabia, necesita nuestra ayuda para tratar la fuente de su dolor. Interrumpir su acción no hace desaparecer los sentimientos que la provocaron. Necesita nuestra compasión, amor, comprensión y tiempo de dedicación exclusiva. Pero lo primero es detener inmediatamente el comportamiento agresivo peligroso, sin hacer daño ni ofender al niño.
Puede ser muy difícil a veces, cuando nuestro propio dolor nos lleva a enfurecernos a pesar de nosotros mismos. Necesitamos tratarnos a nosotros con la misma compasión con que tratamos al niño. Igual que él o ella, no podemos permitir que nuestra ira nos dañe a nosotros mismos o los demás, y al mismo tiempo necesitamos poder expresarnos y dejar salir nuestras emociones. En mi trabajo con padres y madres, he visto que gritar no nos ayuda a manejar nuestro propio dolor, sino que más bien lo refuerza.
Si observas a tu hijo o hija, es obvio que su dolor viene de sus propios pensamientos: “No me quieren, no soy buena, mamá no me quiere, necesito que jueguen conmigo, necesito ese juguete…” etc. En el caso de los adultos, nuestra propia rabia se ve alimentada por el mismo tipo de pensamientos confusos: “Mi hija debería hacer lo que yo le digo, tendría que vestirse sola, estar tranquila, darse prisa, respetarme…” etc. Cuando te encuentras lleno o llena de rabia, tómate tiempo para respirar hondo y pregúntate si tus pensamientos son verdad, si son válidos en el presente, si son útiles y si te ayudan a ser el padre o la madre que tú deseas ser. Así calmarás la causa de tu enfado y podrás tranquilizarte lo suficiente como para atender a tu hijo o hija.
Los niños pierden el control igual que los adultos, pero más fácilmente; tienen menos experiencia en el manejo de las tormentas emocionales. Si nos tomamos tiempo para reflexionar sobre nuestros propios sentimientos, ellos aprenderán a hacer lo mismo.
Los niños nos observan para estar seguros de que cuando crezcan serán más capaces de controlar sus propios impulsos. Vernos fuera de control hacia ellos es muy desalentador e incapacitante, y les causa un gran daño personal. ¿Si no podemos controlar nuestros impulsos basados en el dolor, cómo lo van a conseguir ellos? Incluso podemos enseñarles que se pueden cuestionar sus pensamientos dolorosos, mostrando cómo nos cuestionamos los nuestros.
Cuando detenemos de una forma amable una acción peligrosa fuera de control, le damos al niño un triple mensaje: 1) “Puedo contar con mis padres para que me ayuden cuando pierdo el control”, 2) “Cuando crezca seré capaz de controlarme y actuar con compasión como lo hacen mis padres”, 3) “Mis padres ven mi necesidad. No soy malo, es mi acción la que es peligrosa. Me aman y soy digno de ser amado, y, como ellos, aprenderé a expresarme con libertad pero de una forma segura”.
Cuando un niño resulta dañado, deberíamos atenderle primero, sin regañar al agresor. Al ver nuestra compasión hacia el niño que se ha hecho daño, es probable que el agresor sienta remordimiento, aunque haga todo lo posible por fingir que no es así. Si nos centramos en regañar o castigar al agresor, por otro lado, perdemos la oportunidad de mostrarle un ejemplo de cómo cuidar a los demás. Por el contrario, puede que sienta rabia hacia ti y hacia el otro niño, además de odio hacia sí mismo.
Es mejor detener una acción peligrosa con amabilidad y claridad. Un niño necesita recordar que los sentimientos se pueden “expresar”, pero no “llevar a cabo”. Después de atender al niño que ha salido malparado, podemos decirle al agresor: “Veo que estás muy enfadado (triste, atemorizado…). Te ayudaré a descargar tus sentimientos sin peligro y a resolver tus necesidades”.mitir que nuestra ira nos dañe a nosotros mismos o los demás, y al mismo tiempo necesitamos poder expresarnos y dejar salir nuestras emociones. En mi trabajo con padres y madres, he visto que gritar no nos ayuda a manejar nuestro propio dolor, sino que más bien lo refuerza.
Si observas a tu hijo o hija, es obvio que su dolor viene de sus propios pensamientos: “No me quieren, no soy buena, mamá no me quiere, necesito que jueguen conmigo, necesito ese juguete…” etc. En el caso de los adultos, nuestra propia rabia se ve alimentada por el mismo tipo de pensamientos confusos: “Mi hija debería hacer lo que yo le digo, tendría que vestirse sola, estar tranquila, darse prisa, respetarme…” etc. Cuando te encuentras lleno o llena de rabia, tómate tiempo para respirar hondo y pregúntate si tus pensamientos son verdad, si son válidos en el presente, si son útiles y si te ayudan a ser el padre o la madre que tú deseas ser. Así calmarás la causa de tu enfado y podrás tranquilizarte lo suficiente como para atender a tu hijo o hija.
Los niños pierden el control igual que los adultos, pero más fácilmente; tienen menos experiencia en el manejo de las tormentas emocionales. Si nos tomamos tiempo para reflexionar sobre nuestros propios sentimientos, ellos aprenderán a hacer lo mismo.
Los niños nos observan para estar seguros de que cuando crezcan serán más capaces de controlar sus propios impulsos. Vernos fuera de control hacia ellos es muy desalentador e incapacitante, y les causa un gran daño personal. ¿Si no podemos controlar nuestros impulsos basados en el dolor, cómo lo van a conseguir ellos? Incluso podemos enseñarles que se pueden cuestionar sus pensamientos dolorosos, mostrando cómo nos cuestionamos los nuestros.
Cuando detenemos de una forma amable una acción peligrosa fuera de control, le damos al niño un triple mensaje: 1) “Puedo contar con mis padres para que me ayuden cuando pierdo el control”, 2) “Cuando crezca seré capaz de controlarme y actuar con compasión como lo hacen mis padres”, 3) “Mis padres ven mi necesidad. No soy malo, es mi acción la que es peligrosa. Me aman y soy digno de ser amado, y, como ellos, aprenderé a expresarme con libertad pero de una forma segura”.
Cuando un niño resulta dañado, deberíamos atenderle primero, sin regañar al agresor. Al ver nuestra compasión hacia el niño que se ha hecho daño, es probable que el agresor sienta remordimiento, aunque haga todo lo posible por fingir que no es así. Si nos centramos en regañar o castigar al agresor, por otro lado, perdemos la oportunidad de mostrarle un ejemplo de cómo cuidar a los demás. Por el contrario, puede que sienta rabia hacia ti y hacia el otro niño, además de odio hacia sí mismo.
Es mejor detener una acción peligrosa con amabilidad y claridad. Un niño necesita recordar que los sentimientos se pueden “expresar”, pero no “llevar a cabo”. Después de atender al niño que ha salido malparado, podemos decirle al agresor: “Veo que estás muy enfadado (triste, atemorizado…). Te ayudaré a descargar tus sentimientos sin peligro y a resolver tus necesidades”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario